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En su libro Ética de urgencia, el filósofo hispano Fernando Savater habla sobre la irrupción de los ciudadanos en la sociedad contemporánea, frente a quienes han venido manejando la política como su negocio particular. Se trata de que los partidos y liderazgos políticos, tanto tradicionales como los populistas emergentes, ya no pueden seguir disponiendo a su antojo de la voluntad de los ciudadanos. Hace poco, un comentarista de televisión decía al respecto algo muy cierto: hasta ahora no hemos tenido ciudadanos sino votantes. Y es que no se pretende asumir posiciones identificadas con la antipolítica sino reivindicar el papel que debe desempeñar la ciudadanía en la democracia. Con sobrada razón manifiesta Savater en el mencionado libro: “Es muy importante abrir los ojos a que somos una sociedad cuyos asuntos públicos debemos gestionar entre todos. Se llama sociedad por eso, porque somos socios, y no hay ninguna empresa de la que te puedas desligar, no es conveniente dejarlo todo en manos de los ejecutivos. No es práctico ni inteligente”.
En muchos países europeos y latinoamericanos, la molestia de los ciudadanos frente a quienes asumen representarlos es clara y notoria, haciéndose patente en los resultados electorales o en manifestaciones públicas que reclaman transparencia en el desempeño público. Ser ciudadano no es una ficción sino una realidad que cada día se hace más tangible. Ser ciudadano es sentirse parte de una estructura social y política y sobre todo es asumir responsabilidades y obligaciones en la construcción de una sociedad. Ser ciudadano es asumir el poder de realizar actividades con plena autonomía, tomando decisiones responsables en el contexto social al cual cada quien pertenezca. Ser ciudadano es tener la capacidad de asumir obligaciones frente a la sociedad en diferentes ámbitos, siendo uno de ellos por su importancia, el político, lo cual le privilegia de ser parte de un núcleo social en el cual se tiene participación. Es lo que se denomina como participación ciudadana, que lejos de ser un mero enunciado teórico, se ejerce no solo mediante el voto, sino se amplía hacia diversos espacios públicos y a través del ejercicio de la libre opinión sobre los diferentes temas que tienen que ver con quienes ejercen los papeles de gobierno y oposición, en la búsqueda del bien común y de una mejor calidad de vida.
En su obra Discursos políticos, el dramaturgo, novelista y político Václav Havel, quien luego de la experiencia del totalitarismo comunista fue elegido primer presidente de Checoslovaquia y luego de la República Checa, expresó con mucha claridad el deber ser de la política y su relación con las necesidades y expectativas de una ciudadanía cansada de ser engañada: “Enseñémonos, y enseñemos a los demás, que la política no solo debe ser el arte de lo posible, en especial si esto implica el arte de la especulación, el cálculo, la intriga, los tratos secretos y las maniobras pragmáticas, sino también incluso el arte de lo imposible, el arte de mejorarnos a nosotros y mejorar el mundo”. En ese libro también dice: “Lo que ahora importa de verdad no es qué partido o qué grupo intervendrá en las elecciones. Lo importante es que los ganadores sean los mejores entre nosotros, en el sentido moral, cívico, político y profesional, sea cual sea su afiliación política”.
Por lo antes expuesto, Havel, desde su experiencia como líder de organizaciones de la sociedad civil que se enfrentaron al comunismo en su país y luego como dirigente político advierte: “El mejor gobierno del mundo, el mejor parlamento y el mejor presidente no pueden lograr mucho por sí solos. Sería igual de erróneo esperar un remedio general que tan solamente procediera de ellos. La libertad y la democracia implican la participación y, por tanto, la responsabilidad de todos nosotros”.
¿Engañan, entonces, los políticos a los ciudadanos? Caben, para concluir, unas palabras de Fernando Savater sobre el asunto: “Es que los políticos no nos engañan, nos dejamos engañar. No podemos ser tan inocentes. La política como toda relación social, establece un juego entre la verdad, la mentira, la veracidad y la falsedad. Hay políticos que dicen más verdades que otros, partidos que mienten más y otros que menos, pero el juego nunca es completamente limpio. Si nadie está interesado en señalar las falsedades que intentan que nos traguemos, podemos ofrecernos para decir las verdades que nadie quiere escuchar. Ése es el campo de batalla de la democracia. En la Edad Media, al sitio donde se decidían los torneos se le llamaba ‘el campo de la verdad’. Y ese campo es ahora el espacio público de lo político, donde jugamos, debatimos y luchamos”.